“Me duele el juanete, seguro que va a llover”, decía mi madre a veces cuando yo era chica y estábamos atravesando una época de sequía. SIEMPRE tenía razón. Su juanete predecía los cambios de humedad mejor que cualquier meteorólogo.
Pasaron más de 4 décadas desde aquellas predicciones meteorológicas del dedo gordo del pie de mi madre.
También hace ya más de 30 años que me mudé a la Patagonia argentina. Aquí tenemos una marcada estación seca -el verano- que con suerte y viento a favor dura unos 30-40 días, con porcentajes mínimos de humedad y con temperaturas relativamente cálidas (aunque eventualmente también puede disminuir bruscamente la temperatura y llover, o incluso nevar).
Y el verano en estas latitudes termina más o menos así: hoy te vas de pic-nic con amigos, disfrutando de un sol radiante, y mañana la temperatura baja 15-20 grados, empieza a llover, el viento de la cordillera se instala, luego eventualmente nieva, y adiós al verano hasta dentro de 10 meses y medio u 11.
Escribo estas líneas cuando el verano acaba de despedirse en Bariloche. Como siempre, en forma abrupta. Es el momento del año en el que emito una serie de improperios irreproducibles sobre la Patagonia y su clima de @#€$!!! Y no lo hago porque no esté acostumbrada, sino porque este cambio brusco de clima me afecta mucho; más aún desde que me diagnosticaron dos enfermedades autoinmunes (Síndrome de Sjögren y Hepatitis Autoinmune).